jueves, 12 de septiembre de 2013

La belleza encerrada en el Prado

Como ya os comenté, hace unos días me levanté con ganas de arte y me fui al museo del Prado a ver la exposición La belleza encerrada. No tenía muy claro qué me iba a encontrar, porque (para mi vergüenza) no me molesté en echarle un ojo a la página del museo que tan bien resume y presenta sus exposiciones, y te lleva de la mano por ellas para que disfrutes más sabiendo lo que vas a ver. Así que, tan tranquila en mi ignorancia, allá que me fui, dispuesta a disfrutar. Y lo hice, ya lo creo.
   ¿Qué me encontré? Pues la belleza, ni más ni menos, presentada de forma cronológica para que podamos apreciar lo que ha ido significando a lo largo de los siglos, y lo que ha cambiado. Una selección cuidada de cuadros y esculturas que forman parte de esa inmensa colección que tiene el Prado en sus almacenes y que, después de restauradas, ha sacado a sus salas para hacerles un mínimo de justicia.
   Nada más entrar me recibió Palas Atenea (en reproducción de época romana), como diosa de la sabiduría y las artes. ¿Qué más podía pedir? E inmediatamente después, La Anunciación, de Fra Angelico, ¡Qué maravilla! La cosa prometía. Y así fue como me fui encontrando, poco a poco, una serie de pequeñas obras (otras no tanto) que me mostraron lo que había significado la belleza a lo largo de los siglos: desde la importancia por el refinamiento o la técnica en el Autorretrato  de Alberto Durero, hasta la simple belleza de los colores o las escenas de la vida cotidiana de La ermita de San Isidro, de Goya. Todo, o casi todo estaba encerrado ahí. 
   
Y sí, encerrado, nunca mejor dicho. Y es que muchas de las obras tuve que verlas asomándome a pequeñas ranuras y agujeros, como si mirase a través de la rendija de una puerta para descubrir un tesoro que está guardado y que no todo el mundo puede ver. La exposición está montada de tal forma que, según avanzas por las salas, puedes ver algunas obras de la sala que te espera después o de la que has dejado atrás, a través de aberturas en las paredes, como pequeños ventanucos por los que asomarse y que, al mismo tiempo, se convierten en los marcos de las obras que vemos. Me pareció tan original.
   El recorrido me presentaba todo tipo de obras y de temáticas. Desde pequeños retablos religiosos hasta desnudos y paisajes orientales, pasando por bodegones, flores, mitología, vida cotidiana. En fin, que no había forma de aburrirse. Y lo mismo pasaba con los pintores y escultores. Lo mismo te encuentras a un anónimo inglés que retrató a Isabel la Católica, como a "un tal" Tiziano, o Velázquez. En definitiva, grandes obras (independientemente de su tamaño) que llenaron de armonía y encanto muchas de las paredes de grandes salones, o de pequeños estudios, y que hicieron más agradable la vida de muchas personas a lo largo del tiempo.
   
   Cuando terminé mi recorrido, con los ojos llenos de pequeños bocetos de El Greco en su etapa italiana, o de Fortuny con Desnudo en la playa de Portici y Marroquíes, me marché de allí tan satisfecha conmigo misma que decidí hacerme un regalo por haber tenido tan buena idea. Así que me fui dando un paseíto hasta la Cuesta de Moyano, dispuesta a manosear y ojear cuantos más libros mejor, y ver si podía encontrar algo de segunda mano que completara la estupenda sensación que me había dejado la exposición. Miré, toqueteé, pregunté y, al final, me llevé un libro, Dioses, tumbas y sabios, que no es que tuviera mucha relación con la exposición, pero que me recordó mi pasión por antiguos descubrimientos arqueológicos, que también fueron otra forma de descubrir belleza. Al fin y al cabo, yo venía de eso mismo, de descubrir. 
   ¡Qué! ¿Os he despertado el gusanillo de ir de "expos"? ¿Hace mucho que no lo hacéis? ¿Qué leeríais vosotros en un caso como este? 

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