La situación empezaba a ser angustiosa. El calor apretaba, la multitud también; todo eran codazos, pisotones, "quítate tú que me pongo yo", y un mal humor que empezaba a subirme desde el estómago hasta la garganta. En ese mismo instante, un haz de luz iluminó un pequeño hueco que se abría ante mí, con sombra incluida, y un acceso a los libros que se mostraban al público. Me lancé de cabeza como un sediento a un oasis y me hice fuerte en aquel diminuto bastión en el que solo podía estar de perfil, pero en el que tenía la posibilidad de mirar los libros en primera fila, sin muchos problemas, salvo si quería echar un vistazo a los que estaban a mi derecha; para eso tenía que torcer un poco el cuello, pero merecía la pena.
Mientras disfrutaba de mi posición de privilegio, escuché la conversación entre unas clientas y el librero acerca de una tal Penélope Fitzgerald, -otra que no conoces, Marisa, ya te vale- pensé, y agudicé el oído. Era tanta la presión del entorno que, después de conseguir hacerme fuerte en esa caseta, era incapaz de decidirme por uno de los libros que veía ni tampoco ojearlos tranquilamente para saborear el momento de la reflexión, que es uno de los mejores. Así que, mientras fingía un análisis sesudo de la situación, pegaba la oreja a la conversación de mi izquierda.
Seguían hablando con entusiasmo de esta escritora británica, de sus maravillosas novelas en las que recreaba a la perfección los ambientes y personajes y de lo difícil que era decidirse por alguna de ellas. En ese momento llegó el primer empujón; una nueva ola de invasores querían mi puesto y era evidente que, o me decidía pronto, o en las siguientes oleadas me echaban de allí sin conseguir el botín. Era la guerra. Tenía que actuar con rapidez. Segundo empujón. ¿Por qué no les recomienda ya ese "bendito" título para lanzarme sobre él y escapar de allí sin lesiones? Barajaban varias posibilidades: Innocence, La flor azul, bla, bla, bla.
Llegó un siguiente y definitivo empujón que desplazó la fila varios metros hacía la esquina de la izquierda, incluidas las clientas indecisas y el librero, que las perseguía con la mirada, y mis ojos frenaron en un pequeño libro, con La librería escrito en la portada. La imagen de un encantador cottege en una limpia portada de Impedimenta me impactó de lleno en el corazón. Lo cogí, leí la sinopsis de la contra sobre una mujer que lucha a brazo partido por abrir una librería en un pequeño pueblo y el flechazo fue inmediato. Mis dedos ya no podían soltarlo. Era mío. Ningún otro empujón me haría cambiar de opinión. Estaba decidida a interrumpir esa eterna charla que giraba incansable sobre las maravillas de aquella Fitzgerald que también a mí acababa de cautivarme. Agité el libro en las narices del librero y delante de las de las clientas y conseguí que me lo cobrara.
Por fin, había conseguido mi botín, había ganado la batalla. Ya no había empujones, pisotones ni meneos que valieran. La librería, de Penélope Fitzgerald estaba conmigo en una bonita bolsa de papel, llena de la preciosa publicidad de la editorial y balanceándose adelante y atrás mostrando la alegría de su dueña. Ya en el tren, de vuelta a casa, en un momento mágico de tranquilidad y baibenes, saqué el libro muy despacio de la bolsa, lo puse en mi rodillas y empecé a hojear sus páginas una a una, con calma, paladeando lo que me esperaba al llegar. ¿Cómo terminó todo aquello? En un auténtico descubrimiento. Pero ese descubrimiento tendrá que esperar a la próxima reseña porque necesito más tiempo para explicar, lo mejor posible, lo que me supuso ese encuentro. Gracias por vuestra paciencia.